El Gran Hermano te vigila (primera parte)
La educación está de baja. Out. Casi acabada. No cotiza en bolsa.
Ahora se estila la prepotencia, la chulería, la agresividad recubierta de “sinceridad”, el mal genio disfrazado de “carácter”.
Yo confieso: soy seguidor de “Gran Hermano” desde su primera edición. No me fascina el programa en sí, sino la reacción de la audiencia ante él. Desgranar como, temporada tras temporada, nuestras exigencias morales van disminuyendo, nuestros baremos de convivencia van distorsionándose. No hablo de manipulaciones, sutiles o no, desde la productora que realiza el programa, no. Esas siempre han existido.
Nada mejor que un breve repaso de las ediciones realizadas hasta ahora para corroborar mi teoría:
1ª edición) Año 2000. La edición de los pactos y los topos: el share hasta un 76%. Lo nunca visto. Para el recuerdo, la cara de Iván e Ismael cuando se veían en portadas de revistas. Irrepetible. Se premiaba la convivencia, se “castigaba” todavía conductas que cinco años después se nos antojan cotidianas (Marina, por ejemplo, casada y enamorándose de otro). Se estigmatizaba a un concursante por ¡un corte de mangas! (Vanesa, la “mala” de la edición). La conducta de los concursantes fuera del programa, en su vida cotidiana, influía en la decisión del público (ahí es donde empieza la ristra de amigos y parientes paseándose por los platós: la demanda de información, de saberlo todo sobre los conejillos). La conducta infantil e inocente (Iñigo) es vista con simpatía. Algo ya nos anuncia la rápida degeneración: un universitario, Koldo, está totalmente fuera de sítio. Iván, un bregado asturiano, es el estratega: tener unos años más significa manejar mejor las situaciones. Se premia la simpatía y el buen rollo: Ismael (que se condenará más tarde en otro reality) gana ante el topo de la propia productora, Ania. Silvia e Israel son los héroes: su amor es sincero y real. Y nace un mito: Jorge Berrocal, él solito me engancha para siempre al reality. Pero todavía reímos con él, no de él.
2ª edición) Es la que mejor representa esa lenta transición moral. A Zeppelín le cuesta Dios y ayuda repetir el éxito: es también la que mejor refleja lo que es la auténtica convivencia. Interminables partidas de parchís, conversaciones sobre naderías y el héroe rural, Fran, que se pasa durmiendo 90 días seguidos (eso sí, despierto nos obsequia con los únicos momentos para recordar). Gana la persona (Sabrina) que mejor sabe reflejar los valores hasta ahora considerados estimables: el sacrificio, la humildad, el esfuerzo, el compañerismo. Carlos es expulsado por ser muy políticamente incorrecto. Angel es condenado por –así lo apreciábamos entonces- menospreciar a la ganadora (algo parecido a lo que le pasa a Alonso con Mari: el machismo sutil es castigado sin demagogias). A Eva le hace flaco favor su padre, ejemplo de intolerancia, fuera de la casa de Guadalix. Pero algo empieza a cambiar: aparece el “profesionalismo” (Marta) que enturbiará todo. Se decide que hay que buscar el espectáculo antes que el aburrimiento. Quizá ahí radica la clave: estamos a apunto de comprobar cómo la audiencia reacciona ante conductas que distaban mucho de ser consideradas normales para una convivencia. Se prepara el terreno para considerar el enfrentamiento, el menosprecio y el insulto como “normal”, “sincero” y “real como la vida”.
Ahora se estila la prepotencia, la chulería, la agresividad recubierta de “sinceridad”, el mal genio disfrazado de “carácter”.
Yo confieso: soy seguidor de “Gran Hermano” desde su primera edición. No me fascina el programa en sí, sino la reacción de la audiencia ante él. Desgranar como, temporada tras temporada, nuestras exigencias morales van disminuyendo, nuestros baremos de convivencia van distorsionándose. No hablo de manipulaciones, sutiles o no, desde la productora que realiza el programa, no. Esas siempre han existido.
Nada mejor que un breve repaso de las ediciones realizadas hasta ahora para corroborar mi teoría:
1ª edición) Año 2000. La edición de los pactos y los topos: el share hasta un 76%. Lo nunca visto. Para el recuerdo, la cara de Iván e Ismael cuando se veían en portadas de revistas. Irrepetible. Se premiaba la convivencia, se “castigaba” todavía conductas que cinco años después se nos antojan cotidianas (Marina, por ejemplo, casada y enamorándose de otro). Se estigmatizaba a un concursante por ¡un corte de mangas! (Vanesa, la “mala” de la edición). La conducta de los concursantes fuera del programa, en su vida cotidiana, influía en la decisión del público (ahí es donde empieza la ristra de amigos y parientes paseándose por los platós: la demanda de información, de saberlo todo sobre los conejillos). La conducta infantil e inocente (Iñigo) es vista con simpatía. Algo ya nos anuncia la rápida degeneración: un universitario, Koldo, está totalmente fuera de sítio. Iván, un bregado asturiano, es el estratega: tener unos años más significa manejar mejor las situaciones. Se premia la simpatía y el buen rollo: Ismael (que se condenará más tarde en otro reality) gana ante el topo de la propia productora, Ania. Silvia e Israel son los héroes: su amor es sincero y real. Y nace un mito: Jorge Berrocal, él solito me engancha para siempre al reality. Pero todavía reímos con él, no de él.
2ª edición) Es la que mejor representa esa lenta transición moral. A Zeppelín le cuesta Dios y ayuda repetir el éxito: es también la que mejor refleja lo que es la auténtica convivencia. Interminables partidas de parchís, conversaciones sobre naderías y el héroe rural, Fran, que se pasa durmiendo 90 días seguidos (eso sí, despierto nos obsequia con los únicos momentos para recordar). Gana la persona (Sabrina) que mejor sabe reflejar los valores hasta ahora considerados estimables: el sacrificio, la humildad, el esfuerzo, el compañerismo. Carlos es expulsado por ser muy políticamente incorrecto. Angel es condenado por –así lo apreciábamos entonces- menospreciar a la ganadora (algo parecido a lo que le pasa a Alonso con Mari: el machismo sutil es castigado sin demagogias). A Eva le hace flaco favor su padre, ejemplo de intolerancia, fuera de la casa de Guadalix. Pero algo empieza a cambiar: aparece el “profesionalismo” (Marta) que enturbiará todo. Se decide que hay que buscar el espectáculo antes que el aburrimiento. Quizá ahí radica la clave: estamos a apunto de comprobar cómo la audiencia reacciona ante conductas que distaban mucho de ser consideradas normales para una convivencia. Se prepara el terreno para considerar el enfrentamiento, el menosprecio y el insulto como “normal”, “sincero” y “real como la vida”.
Y ahí está mi pregunta: ¿hasta dónde llega la influencia de programas como éste en nuestra vida cotidiana y hasta dónde la propia vida condiciona a estos programas? ¿Menospreciamos al programa y adláteres o es él quien nos menosprecia?
4 Comments:
Totalmente de acuerdo. Citaré a Woody Allen repitiendo su gran y lapidaria frase: "El cine imita a la vida, y la vida imita a la mala televisión".
Vamos de mal en peor...
Sí, sí. De hecho, quiero repasar las ediciones para recordarme cómo la permisividad de la audiencia va siendo cada vez mayor, cada vez más equivocada. Prueba a hablar sin que te interrumpan hoy en día, amigo mío. El que grita tiene más razón, parece ser.
Ahora citaré a Santiago Russinyol en "L'auca del senyor Esteve". Hay un momento antológico en el que el abuelo le da un consejo maestro al nieto: "Cuando tengas razón grita, y cuando no la tengas grita más y así parecerá que la tienes".
O sea que todo está en los libros, claro. Ah, no hemos cambiado nada.
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