El gran hermano te vigila (segunda parte)
En la tercera edición, definitivamente, Gran Hermano vendió su alma al diablo por un poquito más de share. Como la vida cotidiana se había convertido en un muermo, y los momentos divertidos y festivos no eran suficientemente apreciados por la audiencia (ah, me temo que valoramos más un culebrón que el toque Lubitsch), Zeppelín apostó por las broncas y el casting agresivo. El definitivo salto al vacío. Llegó el momento de la falta de educación recubierta de “sinceridad” (en todo caso, de gritar “nuestra” verdad para que el otro no diga la suya). Todos los concursantes ya están o detrás de los premios o detrás de la efímera popularidad. Y para destacar, para que se fijen en ellos, nada mejor que armar una buena bronca.
Lo malo es que funciona. Que gusta.
Es la primera edición en que buscan ya la polarización, los dos grupos rápidamente confrontados. Los expertos de marketing saben que esto es como aficionarte a un club de fútbol: si consiguen una cierta identificación o simpatía con uno de los concursantes, ya han triunfado. Justificarás sus actitudes, como un buen “amigo”. Te pondrás de su lado, seguirás sus desventuras creyendo que es parecido a ti (cuando posiblemente sólo interpreta otro rol más), incluso es posible que acabes votando y ayudando a ingresar las arcas de la cadena. De hecho, mirando toda la parrilla comprobamos que la principal misión del programa es proporcionar “carne fresca”, nutrir de banales comentarios todos los programas que, en realidad, no tienen tema alguno que tratar. Pero todavía la gran mentira se intenta ocultar. Ya no se juega la carta del “experimento de convivencia”. Pero todavía ese mensaje no ha desparecido del inconsciente colectivo.
Quizá la más ilustrativa metáfora de lo que se pretende sea la elección del presentador: Pepe Navarro, el rey de la carnaza, y sus entrevistas ofensivas con el “débil” es el mejor ejemplo de lo que la cadena espera de sus ratoncitos (sólo recordar que su favorito era Kiko, ejemplo posterior de coherencia-basura).
Hay pautas que se repiten: la primera expulsada-futura polemista mediática (Noemí), otro intento de héroe rural (Jacinto, condenado por no ser dócil con la dirección del programa: ejemplo claro de cómo unas buenas imágenes bien montadas y repetidas hasta la saciedad logran crear una imagen negativa del concursante), el buen chico destinado a ganar (Oscar, que tuvo que abandonar, dejará su puesto a Javito, el menos malo de los que quedarán)… Pero las nuevas cartas se enseñan pronto: dos “fieras con carácter” (en realidad, mal genio, poca educación, mucho vocerío y bastante incapacidad para la convivencia) proporcionan momentos realmente violentos (Raquel y Patricia, claro). Resulta curioso que los peores ejemplos que proponga sean féminas, pero ahí radica la otra apuesta de la cadena: que sean chicas las que rápidamente sean percibidas como elementos disonantes en la convivencia no se debe a un ramalazo machista, no. Se debe a que son más políticamente correctas: se tolera mejor a una mujer gritando y amenazando que a un hombre (que sería rápidamente y masivamente defenestrado y expulsado). El ejemplo Carlos todavía está cercano.
Se intenta jugar también la carta sexual, que explotará en la siguiente edición. Pero la homosexualidad de Raquel y Elba no es explícita. Y el stripper Ness no deja de ser un elemento decorativo debido a su poca predisposición a dejarse llevar por escarceos amorosos (Matías será su sucesor más exitoso): demasiado claro tenía que el negocio estaba fuera de la casa. Ahí es donde les colarán más goles a la producción: tener concursantes que están pensando más en salir que jugar nos recordará constantemente que, en realidad, los engañados somos nosotros.
Pero lo más ilustrativo me lo dejo para el final: Jorge intenta crear un rol absolutamente falso (y se demostrará que no se puede fingir sin la complacencia de Ontiveros durante 100 días) y Kiko representa…. Bueno, representa la figura del trepa sacado directamente de “Machtpoint” (los intentos de Onti para que su parejita con Patricia llegara a la final son de manual de manipulación comunicativa, paseo en coche por Madrid incluido). Todo vale.
Lo malo es que funciona. Que gusta.
Es la primera edición en que buscan ya la polarización, los dos grupos rápidamente confrontados. Los expertos de marketing saben que esto es como aficionarte a un club de fútbol: si consiguen una cierta identificación o simpatía con uno de los concursantes, ya han triunfado. Justificarás sus actitudes, como un buen “amigo”. Te pondrás de su lado, seguirás sus desventuras creyendo que es parecido a ti (cuando posiblemente sólo interpreta otro rol más), incluso es posible que acabes votando y ayudando a ingresar las arcas de la cadena. De hecho, mirando toda la parrilla comprobamos que la principal misión del programa es proporcionar “carne fresca”, nutrir de banales comentarios todos los programas que, en realidad, no tienen tema alguno que tratar. Pero todavía la gran mentira se intenta ocultar. Ya no se juega la carta del “experimento de convivencia”. Pero todavía ese mensaje no ha desparecido del inconsciente colectivo.
Quizá la más ilustrativa metáfora de lo que se pretende sea la elección del presentador: Pepe Navarro, el rey de la carnaza, y sus entrevistas ofensivas con el “débil” es el mejor ejemplo de lo que la cadena espera de sus ratoncitos (sólo recordar que su favorito era Kiko, ejemplo posterior de coherencia-basura).
Hay pautas que se repiten: la primera expulsada-futura polemista mediática (Noemí), otro intento de héroe rural (Jacinto, condenado por no ser dócil con la dirección del programa: ejemplo claro de cómo unas buenas imágenes bien montadas y repetidas hasta la saciedad logran crear una imagen negativa del concursante), el buen chico destinado a ganar (Oscar, que tuvo que abandonar, dejará su puesto a Javito, el menos malo de los que quedarán)… Pero las nuevas cartas se enseñan pronto: dos “fieras con carácter” (en realidad, mal genio, poca educación, mucho vocerío y bastante incapacidad para la convivencia) proporcionan momentos realmente violentos (Raquel y Patricia, claro). Resulta curioso que los peores ejemplos que proponga sean féminas, pero ahí radica la otra apuesta de la cadena: que sean chicas las que rápidamente sean percibidas como elementos disonantes en la convivencia no se debe a un ramalazo machista, no. Se debe a que son más políticamente correctas: se tolera mejor a una mujer gritando y amenazando que a un hombre (que sería rápidamente y masivamente defenestrado y expulsado). El ejemplo Carlos todavía está cercano.
Se intenta jugar también la carta sexual, que explotará en la siguiente edición. Pero la homosexualidad de Raquel y Elba no es explícita. Y el stripper Ness no deja de ser un elemento decorativo debido a su poca predisposición a dejarse llevar por escarceos amorosos (Matías será su sucesor más exitoso): demasiado claro tenía que el negocio estaba fuera de la casa. Ahí es donde les colarán más goles a la producción: tener concursantes que están pensando más en salir que jugar nos recordará constantemente que, en realidad, los engañados somos nosotros.
Pero lo más ilustrativo me lo dejo para el final: Jorge intenta crear un rol absolutamente falso (y se demostrará que no se puede fingir sin la complacencia de Ontiveros durante 100 días) y Kiko representa…. Bueno, representa la figura del trepa sacado directamente de “Machtpoint” (los intentos de Onti para que su parejita con Patricia llegara a la final son de manual de manipulación comunicativa, paseo en coche por Madrid incluido). Todo vale.
Pero los seguidores-defensores del concurso (que los hay), los que creen en las reglas del mismo, pronto se ven descolocados: las mismas normas son constantemente cambiadas sobre la marcha. El infierno está aquí. Y viendo el programa (y los familiares de los concursantes) está más que claro: el infierno somos nosotros.
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