El poder de Cristo te obliga
De “El exorcista” se podría hablar mucho, y no sólo de las múltiples parodias que ha suscitado (señal de su trascendencia).
“El exorcista” representa un modelo de cine ya obsoleto, por desgracia. El del film que sugiere más que muestra. El del film que hace que reconstruyamos el pasado de sus personajes sin explicaciones obvias ni redundantes. El del film que retrata a sus protagonistas por sus actos y no por los estereotipos trillados.
Es una película que deja en el espectador más preguntas que respuestas. No importa el porqué de la posesión, ni el lugar, ni la persona. No importa si la madre de Karras está en el infierno o no. No importa el cómo muere Merrin.
Importa su atmósfera irreal. Su apuesta por las pasiones más recónditas, y no por las truculencias. Importa más ver la progresiva seguridad de Karras (ese alzacuellos que tanto le oprime…) que el efectismo de la posesión (de hecho, reservado para los últimos minutos). Importa más la figura del padre ausente de la niña que el mismo demonio que la poseerá, en una muy sutil y elegante equiparación. Importa –y dice- más sobre Karras una breve conversación con su tío (en el que le acusa de no enriquecerse y haber preferido los hábitos) que mil planos del personaje hablando sobre su pena.
Los héroes del film son dos sacerdotes, débiles y cansados los dos. Uno joven y atormentado y uno anciano y castigado.
Damien Karras (leonino, demoníaco aspecto el suyo) duda sobre su trayectoria. Podría haber escogido el camino de la riqueza material, el camino de la satisfacción inmediata. Pierde de la forma más miserable a su ser más querido, su madre (mencionada en una conversación ajena, nos enteramos casi de la misma forma que él, que no lo supo hasta días más tarde). Y es el demonio, curiosamente, quien le indica el camino de la redención, del sacrificio. Karras dedicará al final su vida y su muerte a ayudar a los demás.
Lankaster Merrin tiene varias cuentas pendientes con el demonio. Cuentas que saldarán en un último enfrentamiento. Su pasado misterioso inspirará –creo que evidentemente- a otro gran personaje, John Constantine. Sus paralelismos con Karras son evidentes: es un arqueólogo que ha abrazado la fe (por encima de un maltrecho físico) después de sobrevivir a muchas luchas, interiores y exteriores. Su primera aparición, saliendo de las penumbras para luchar contra la misma oscuridad es de antología.
Aunque yo me quedo con una escena para la historia: el mismo Merrin, de espaldas, recibe una orden del Vaticano donde se le informa de lo acontecido. Es un aviso que él ya espera. Sin mostrar ninguna reacción aparente, se guarda la nota en un bolsillo y continúa su camino. Nunca veremos su cara ni oiremos su voz. Su calma dice ya todo del personaje.
Así se transmite el terror: cuando está insertado en lo cotidiano.
“El exorcista” representa un modelo de cine ya obsoleto, por desgracia. El del film que sugiere más que muestra. El del film que hace que reconstruyamos el pasado de sus personajes sin explicaciones obvias ni redundantes. El del film que retrata a sus protagonistas por sus actos y no por los estereotipos trillados.
Es una película que deja en el espectador más preguntas que respuestas. No importa el porqué de la posesión, ni el lugar, ni la persona. No importa si la madre de Karras está en el infierno o no. No importa el cómo muere Merrin.
Importa su atmósfera irreal. Su apuesta por las pasiones más recónditas, y no por las truculencias. Importa más ver la progresiva seguridad de Karras (ese alzacuellos que tanto le oprime…) que el efectismo de la posesión (de hecho, reservado para los últimos minutos). Importa más la figura del padre ausente de la niña que el mismo demonio que la poseerá, en una muy sutil y elegante equiparación. Importa –y dice- más sobre Karras una breve conversación con su tío (en el que le acusa de no enriquecerse y haber preferido los hábitos) que mil planos del personaje hablando sobre su pena.
Los héroes del film son dos sacerdotes, débiles y cansados los dos. Uno joven y atormentado y uno anciano y castigado.
Damien Karras (leonino, demoníaco aspecto el suyo) duda sobre su trayectoria. Podría haber escogido el camino de la riqueza material, el camino de la satisfacción inmediata. Pierde de la forma más miserable a su ser más querido, su madre (mencionada en una conversación ajena, nos enteramos casi de la misma forma que él, que no lo supo hasta días más tarde). Y es el demonio, curiosamente, quien le indica el camino de la redención, del sacrificio. Karras dedicará al final su vida y su muerte a ayudar a los demás.
Lankaster Merrin tiene varias cuentas pendientes con el demonio. Cuentas que saldarán en un último enfrentamiento. Su pasado misterioso inspirará –creo que evidentemente- a otro gran personaje, John Constantine. Sus paralelismos con Karras son evidentes: es un arqueólogo que ha abrazado la fe (por encima de un maltrecho físico) después de sobrevivir a muchas luchas, interiores y exteriores. Su primera aparición, saliendo de las penumbras para luchar contra la misma oscuridad es de antología.
Aunque yo me quedo con una escena para la historia: el mismo Merrin, de espaldas, recibe una orden del Vaticano donde se le informa de lo acontecido. Es un aviso que él ya espera. Sin mostrar ninguna reacción aparente, se guarda la nota en un bolsillo y continúa su camino. Nunca veremos su cara ni oiremos su voz. Su calma dice ya todo del personaje.
Así se transmite el terror: cuando está insertado en lo cotidiano.
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