Crónica de un embarazo: Escuchando corazones
La mañana que escuché por primera vez el corazón de Olivia fue una mañana gris e invernal como a mí me gustan. Cuántas veces pensé en tener descendencia y qué pocas veces imaginé conocer a la comadrona de mi amor.
Un poco cascarrabias, pensé rápidamente cuando empezó a hilar reproches. Pero toda comadrona tiene en sus manos un artilugio mágico capaz de hacer ver y escuchar a los futuros papás a sus hijos. Con esa varita mágica no hace falta que sean excesivamente simpáticas. Se convierten en hadas benignas.
Costó un poco ver a Olivia (que entonces no sabíamos seguro era Olivia). Pero con las coordenadas exactas y un poquito de ampliación, fui el primero en verla. Moviéndose furiosamente, a un ritmo funky. Supongo que los movimientos espasmódicos pueden ser catalogados de varias maneras: poperos, souleros, rockeros, reggetones…. Los de Olivia fueron funkeros. Bueno, su madre opina que fueron flamencos. Dejémoslo en un James Brown acompañado a las palmas por un Duquende, va.
Ví por primera vez a mi hija y casi al mismo tiempo la oí por primera vez. Latidos fuertes, constantes, rítmicos. Y –lo juro- me vino a la cabeza los sones del Zaratrusta de “2001”. Y sólo entonces entendí uno de los misterios de la película: la evolución del hombre consiste, paradójicamente, en el regreso al útero materno. Porque ví a Olivia y paladeé el futuro, vislumbré la esperanza. Era mi evolución. Era alejar un poquito más el fantasma de la muerte porque Olivia ya vivía como una prolongación de nosotros.
Ver –y escuchar- un electro es como entrar en el mítico monolito. Te ves a tí mismo en esa habitación exquisitamente decorada. Pero eres un yo mejorado, libre de prejuicios y con todo por aprender.
El día en que escuché por primera vez la voz de Olivia (al fin y al cabo, nos estaba dejando claro lo muy bien que se lo estaba pasando, aunque la molestáramos con una luz) ví mi evolución mejorada.
Y así, la epopeya kubrikniana quedó reducida a lo que –me gustaría pensar- es realmente: un canto a la evolución de la especie, que siempre mejora. Son las artes las que vivieron mejores épocas. Pero nuestros hijos siempre serán mejores que nosotros. Porque la esperanza renovada crece con más fuerza.
Sólo espero que Olivia me haga mejor, me haga crecer, haga que mi fé renazca. A mi amor ya la ha hecho más grande, si cabe.
Un poco cascarrabias, pensé rápidamente cuando empezó a hilar reproches. Pero toda comadrona tiene en sus manos un artilugio mágico capaz de hacer ver y escuchar a los futuros papás a sus hijos. Con esa varita mágica no hace falta que sean excesivamente simpáticas. Se convierten en hadas benignas.
Costó un poco ver a Olivia (que entonces no sabíamos seguro era Olivia). Pero con las coordenadas exactas y un poquito de ampliación, fui el primero en verla. Moviéndose furiosamente, a un ritmo funky. Supongo que los movimientos espasmódicos pueden ser catalogados de varias maneras: poperos, souleros, rockeros, reggetones…. Los de Olivia fueron funkeros. Bueno, su madre opina que fueron flamencos. Dejémoslo en un James Brown acompañado a las palmas por un Duquende, va.
Ví por primera vez a mi hija y casi al mismo tiempo la oí por primera vez. Latidos fuertes, constantes, rítmicos. Y –lo juro- me vino a la cabeza los sones del Zaratrusta de “2001”. Y sólo entonces entendí uno de los misterios de la película: la evolución del hombre consiste, paradójicamente, en el regreso al útero materno. Porque ví a Olivia y paladeé el futuro, vislumbré la esperanza. Era mi evolución. Era alejar un poquito más el fantasma de la muerte porque Olivia ya vivía como una prolongación de nosotros.
Ver –y escuchar- un electro es como entrar en el mítico monolito. Te ves a tí mismo en esa habitación exquisitamente decorada. Pero eres un yo mejorado, libre de prejuicios y con todo por aprender.
El día en que escuché por primera vez la voz de Olivia (al fin y al cabo, nos estaba dejando claro lo muy bien que se lo estaba pasando, aunque la molestáramos con una luz) ví mi evolución mejorada.
Y así, la epopeya kubrikniana quedó reducida a lo que –me gustaría pensar- es realmente: un canto a la evolución de la especie, que siempre mejora. Son las artes las que vivieron mejores épocas. Pero nuestros hijos siempre serán mejores que nosotros. Porque la esperanza renovada crece con más fuerza.
Sólo espero que Olivia me haga mejor, me haga crecer, haga que mi fé renazca. A mi amor ya la ha hecho más grande, si cabe.