El original mató al remake
Es el recuerdo de la original la que mata al film de Jackson.
Pero a las generaciones que desconocen el film de Cooper y Willis, incluso a las que sólo han visto a la sensual Jessica Lange del 76, la película les cautivará. Mejor dicho, la fuerza de la historia les cautivará.
Porque es una historia bella, tan bella como todos los misterios que el hombre se ha ido encargando de borrar (menos mal que la ambientación sigue siendo la década de los treinta, cuando aún quedaban enigmas). Es una historia de amor fou, de amor imposible, de lealtad, un canto a la naturaleza y a la inocencia, una loa exaltada de la pureza frente a la codicia. Que el gran avaricioso sea un director de cine no es gratuito: el cine necesita nuevos espacios, necesita vampirizar inocencias.
Años y años de visitar el festival de Sitges me han hecho idolatrar aún más esa figura de Kong (protagonista de los fabulosos créditos del mismo). Como cuando de pequeño devoraba libros que hablaban de la odisea de los creadores de la historia, de cómo con la técnica del “stopmotion” Willis movia la figura de ese mono que en realidad era una miniatura. ¡Qué gran talento! ¡Cómo inventaron esa imagen tan emblemática, la del símio en lo alto del Empire State, luchando con unas avionetas! ¡Qué bien reflejaba la lucha de civilizaciones, el hombre frente a la bestia!. De niño pensaba en que, claro, el simio es nuestro antepasado directo. Es decir, Kong representaba al hombre sin civilizar, la emoción no contenida, las pulsiones desatados.
Ay. Me doy cuenta que de niño pensaba demasiado. Soñaba tanto como Cooper y Willis (sin su empuje, por desgracia).
Farfullos de madurillo: Hoy ya no se sueña tanto. Las nuevas generaciones representan a esos aviadores que abatirán a Kong. A esos espectadores que hoy reirían ante la poca expresividad del simio del año 33. Que no verían el inigualable lirismo de Cooper, que no necesitaba mostrar de manera tan explícita la complicidad mujer-mono y apostaba por la fuerza del sueño.
Pero hoy Jackson necesita deslumbrar durante más de tres horas. Mostrar más. Exhibirse. Divertir de la forma que hoy se divierten –casi- todos los espectadores: pensando que la pantalla del cine es una pantalla de videojuego, superando pruebas, superando obstáculos hasta el premio final. Hoy Cooper es el artesano frente al Ikea. El dibujante de comics frente al ilustrador de storys.
Y no es que le niegue méritos a Jackson. Mi amor reía y lloraba con lo que narraba, por ejemplo. Me sorprende, eso sí, su narración de manual: plano general-corto, corto-general…. Me sorprende no encontrar atisbos de esa personalidad arrolladora del director de “Criaturas celestiales” (muy por encima de su trilogía Tolkiniana).
Porque Jackson era el friki que nos representaba, el marginal creador gore que un día ganaba un oscar. Pero ha adelgazado. 40 kilos nada menos. Quizá lo que separaba el friki que un día quedó fascinado por un sueño del correcto responsable de un proyecto “mainstrean”.
Yo veo la nueva adaptación como un homenaje más a nuestro Copito de Nieve que al Kong original (muecas de Serkis incluidas, infinitamente más logradas que en cualquier recreación digital). Y así disfruté más. Recordando a ese gorila harto de ver cómo todos le diseccionaban.
Quizá así se sentiría Kong hoy. No sólo lucha contra avionetas, hoy lucha contra espectadores hastiados de imitaciones, de que les vendan sueños que no tienen nada de originales, de creativos, de esfuerzos de artesanos que ya no son titánicos, a contracorriente. Porque detrás del original Kong se escondían creadores que aún no habían perdido la inocencia.